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Baena, arciprestazgo de Baena-Castro del Río, diócesis de Córdoba (ver en el mapa).

Paul Preston escribe en El holocausto español:


En la primavera de 1936, igual que en fechas anteriores, reinaba en Baena un ambiente de intensos odios sociales entre campesinos y terratenientes. Los propietarios de las fincas habían desobedecido sistemáticamente la legislación laboral republicana, contratando mano de obra barata fuera del pueblo y pagando salarios de miseria. El 10 de julio, Manuel Cubillo Jiménez, un abogado que desempeñaba las funciones de secretario de la asociación de los propietarios de fincas rústicas, el llamado Círculo de Labradores, organizó una expedición a la capital de la provincia para protestar por las bases de trabajo, acompañado por un grupo de 200 terratenientes. Entretanto, el comandante del puesto de la Guardia Civil, el teniente Pascual Sánchez Ramírez, antiguo miembro de la Legión Extranjera, se encargó de armar a los patronos y proteger a los falangistas por el procedimiento de otorgarles oficialmente el estatuto de «guardias jurados». El Círculo de Labradores ya había recaudado un importante arsenal de armas y munición en previsión del alzamiento, con la colaboración de Sánchez Ramírez y otros guardias civiles. Consciente de lo que se avecinaba, Sánchez Ramírez envió a su familia a Ceuta. La noche del 18 de julio se hizo con el control de la casa del pueblo y, a la mañana siguiente, emitió un bando de guerra para ocupar a continuación el ayuntamiento, la central telefónica y otros edificios estratégicos.

La CNT, el sindicato mayoritario en la zona, convocó una huelga y un grupo numeroso de braceros armados con hachuelas, hoces, palos y algunas escopetas avanzaron sobre la población. Un grupo de guardias civiles y voluntarios de derechas los dispersó inicialmente en un lugar llamado Coscujo, situado en las afueras del pueblo. Los enfrentamientos se saldaron con un guardia civil y 11 trabajadores muertos. Al día siguiente, 20 de julio, los trabajadores volvieron y encontraron el centro del pueblo defendido por unos 200 guardias civiles, falangistas y terratenientes estratégicamente distribuidos en los edificios desde los que se dominaba el pueblo. Parte de los rebeldes se encerraron en el ayuntamiento con un grupo de rehenes, entre los que había una mujer en avanzado estado de gestación, y amenazaron con matarlos a todos. Los trabajadores cortaron el suministro de agua, de luz y de alimentos. Tras hacerse con el control de la ciudad, los anarquistas declararon el comunismo libertario, abolieron el dinero, requisaron la comida y las joyas y dieron los primeros pasos hacia la propiedad colectiva de las tierras. Se repartieron cupones entre la población para distribuir los alimentos. El Comité Revolucionario encerró a los miembros destacados de la burguesía en el cercano asilo de San Francisco y ordenó que no se les hiciera ningún daño. Una iglesia y un convento donde se habían establecido los rebeldes sufrieron importantes destrozos en el curso de los combates, y el párroco resultó muerto. Hubo otros casos de venganzas personales por asuntos pendientes, y se estima que 11 personas de derechas fueron asesinadas antes de que el pueblo cayera en manos de los militares sublevados. Sánchez Ramírez rechazó las propuestas de tregua, por temor a que la rendición condujera a su propia muerte y a la de sus hombres[119].

El 28 de julio, cuando los defensores se hallaban al límite de su capacidad de resistencia, una columna rebelde partió de Córdoba a las órdenes de Eduardo Sáenz de Buruaga, integrada por unidades de Infantería, guardias de asalto, guardias civiles, legionarios y regulares provistos de artillería y ametralladoras. Los trabajadores, que apenas tenían armas de fuego, no pudieron oponer resistencia, y la columna tomó Baena calle por calle, sin contabilizar más de cuatro heridos entre sus filas. Los regulares lideraron el ataque y se lanzaron a la matanza y el saqueo indiscriminados. A los supervivientes que encontraban en las calles o en las casas los rodeaban y los llevaban a la plaza del pueblo. El informe oficial que la Guardia Civil ofreció de los sucesos en Baena reconocía que «bastaba la más leve acusación por parte de un defensor para que se disparara contra el acusado». Sáenz de Buruaga se quedó tranquilamente en un café con uno de sus oficiales, Félix Moreno de la Cova, hijo de un rico terrateniente de Palma del Río, mientras Sánchez Ramírez, cegado por la ira, organizaba una masacre a la altura de su formación y sus instintos africanistas. En primer lugar, mató a los cinco rehenes varones detenidos en el ayuntamiento. A continuación, obligó a los demás prisioneros -muchos de los cuales no tenían nada que ver con la CNT y tampoco habían participado en los incidentes de la semana anterior- a tumbarse boca abajo en el suelo de la plaza. Completamente fuera de sí, él mismo se encargó de ejecutar a la mayoría mientras los columnistas, con ayuda de los miembros de la derecha local, iban trayendo a la plaza más detenidos para sustituir a los ejecutados.

El diario ABC se refirió a estas matanzas como «un castigo ejemplar aplicado a todos los individuos directivos» y «el rigor de la ley» aplicado a todo el que se hallara en posesión de armas. El comentario del periódico terminaba diciendo: «Es seguro que el pueblo de Baena no olvidará nunca ni el cuadro de horror con tantos asesinatos allí cometidos, ni tampoco la actuación de la fuerza llegada al mismo». A pesar de estos comentarios, las tropas de Sáenz de Buruaga no capturaron a ningún sindicalista ni vecino armado, puesto que la mayoría se habían refugiado en el asilo de San Francisco, donde tenían encerrados a los prisioneros de derechas. Los «tantos asesinatos» fueron en buena parte consecuencia de la irresponsabilidad de Sáenz de Buruaga, que se quedó tomando un refresco mientras el teniente Sánchez Ramírez dirigía la masacre.

Los numerosos izquierdistas que abarrotaban el asilo utilizaron a los rehenes como escudos humanos con la esperanza de disuadir así a los asaltantes. No lo lograron, y muchos murieron junto a las ventanas, alcanzados por las balas de los rebeldes, pues solo ellos contaban con armas de fuego. Aunque muchos anarquistas habían huido, algunos se quedaron hasta el último momento para acabar con los rehenes que quedaban con vida, en venganza por las ejecuciones en la plaza. En total asesinaron a 81 rehenes. La creencia más extendida entre la burguesía local era que los rehenes habrían sobrevivido si Sánchez Ramírez no hubiera perpetrado aquella matanza. Pese a todo, el hallazgo de los cadáveres en el asilo desencadenó otra oleada de venganza indiscriminada de la que ni siquiera escaparon algunos derechistas. Los sublevados fusilaron en masa a todos los prisioneros de izquierdas, entre ellos a un niño de ocho años[120]. El 5 de agosto, cuando la columna de Sáenz de Buruaga ya se había marchado a Córdoba, un grupo de milicianos atacó Baena sin éxito alguno. Este nuevo incidente intensificó el ritmo de las ejecuciones en el pueblo[121].

La noche del 31 de julio, Queipo de Llano se sintió en la obligación de justificar la represión en su habitual discurso radiofónico, refiriéndose a «verdaderos horrores, crímenes monstruosos que no se pueden citar por no desprestigiar a nuestro pueblo, y produjeron, después de ser tomada Baena, el castigo que es natural cuando las tropas están poseídas de la indignación que producen esos crímenes. Baste decir que se encontraron varios niños colgados de las ventanas por los pies»[122]. Dos meses más tarde, la burguesía local organizó una ceremonia en la que Sáenz de Buruaga impuso a Sánchez Ramírez la medalla militar en la plaza del pueblo, todavía manchada de sangre. Es probable que en el lapso de los cinco meses siguientes, alrededor de 700 personas fueran asesinadas por Sánchez Ramírez y Sáenz de Buruaga, bien directamente, bien por órdenes suyas o del hombre al que nombraron juez militar. Se trataba del terrateniente Manuel Cubillo Jiménez, cuya mujer y cuyos tres hijos habían muerto por los disparos de las tropas de Sáenz de Buruaga durante el ataque al asilo. Su ansia de venganza garantizó una represión implacable. Además de los que lograron escapar de la matanza, otros habían huido a la provincia de Jaén, bajo control de los republicanos. A las mujeres que quedaban en el pueblo las sometieron a diversas modalidades de humillaciones y abusos sexuales: las violaron, les afeitaron la cabeza y las obligaron a beber aceite de ricino. Alrededor de 600 niños, algunos menores de tres años, quedaron huérfanos y abandonados a su suerte[123].

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